Blanco
“Familia,
Intentaré ser breve y conciso, aunque para ello necesite ir un poco hacia atrás y utilizar alguna metáfora.
Escribir y leer en estos momentos solemnes y de homenaje cuesta, las palabras se despegan con dificultad. Supongo que la espontaneidad es el mejor acicate. Así que empezaré por el recuerdo más carismático que creo tener.
La Yaya Mari siempre tuvo el pelo blanco para mí. Un pelo brillante, fuerte y ondulado que durante un tiempo nunca pensé que pudiera haber sido de otra manera. Ese tiempo es la infancia.
Pienso a menudo en la infancia un poco como un territorio de conquista interior, una etapa de gran seguridad psicológica en realidad, a pesar de la obvia inferioridad de condiciones en todos los otros aspectos de la vida. Me refiero a que en el arranque de nuestra vida nos aferramos a lo que tenemos con gran adhesión y entusiasmo, por lo general. Aún no sabemos ser escépticos ni sarcásticos y aunque lo que nos ocurre y lo que nos rodea parece dominarnos por una obvia relación de tamaño y magnitud, creo que en realidad ocurre lo contrario, nuestra simpática y desprejuiciada curiosidad es más fuerte que todo lo demás y sin sonrojarnos tomamos prestado sin pagar, abrimos puertas cerradas a otros, nos vestimos como príncipes con cualquier harapo y nos maravillamos con la hojalata y el pan con azúcar.
Triunfa la imaginación sobre todo lo demás y se consagra, casi como premio extra, el sentido y la utilidad de la familia como embajada dentro de la jungla, donde no se paga ni por el pan ni por el azúcar.
Si hago este circunloquio pueril es porque para mí la Yaya es, sobre todo, una de esas conquistas infantiles.
Y creo que hablo también por mis primas y por mi hermano, en este caso.
La Yaya Mari es la maravillosa casa de la calle Comercio, uno de los primeros lugares familiares que tuve la sensación de explorar y descubrir poco a poco como algo ajeno y afín a la vez, oscuro y luminoso al mismo tiempo.
La Yaya Mari es la baldosa de mármol que bailaba en el pasillo.
Son los pimientos rellenos y los macarrones en una cazuela de barro.
Es una mesa camilla con una ilustración de jinetes británicos a la caza del zorro y es una manta bordada con zenefas de colores vivos.
La Yaya es un tiburón de cristal, unas uvas de mármol, una cafetera de émbolo, un bloc de notas cuadrado al lado del teléfono, una madalena de la bella easo mojada en el café con leche a las nueve de la mañana con Luis Del Olmo en la radio.
La Yaya Mari es también el pan mojado en el plato de comida servido en la habitación de la plancha, la zanahoria con limón, una báscula en un lavabo precioso y un montón de peúcos.
La Yaya Mari me llamaba hija y decía Lourdes cuando quería decir Carmen y Mariví cuando se refería a mi madre. Se me escapaba la risa con aquellas pinceladas disléxicas.
La Yaya Mari te esperaba en el rellano cuando subías aquellas interminables escaleras. La puerta de su casa ya estaba abierta cuando llegabas a ella. Se apoyaba sonriente en la barandilla y mientras aún estabas en el primero, ya estábamos hablando.
La Yaya Mari se asombraba con la inventiva y la sapiencia y así de bien le sabía el cigarrillo de después de comer mientras veíamos en la tele ese concurso de gente que tanto sabe.
La Yaya Mari te rascaba la espalda y te llenaba un taper con las albóndigas que habían sobrado de la comida, porque las sobras casi valían más y sabían mejor y leía el Segre porque le gustaba saber qué pasaba en su ciudad, que para todo lo demás ya estaba la televisión.
La Yaya Mari nos hablaba del Yayo Enrique, al que apenas conocimos. Decía “Enrique” y se le iluminaba la cara. Y esa luz en sus ojos es también el Yayo para nosotros.
A veces pienso también que la infancia es también la piedra que cae al lago tranquilo y que las ondas que se expanden es lo que somos después. Es una visión romántica e idealizada, lo sé, y la vida en realidad es un montón de piedras y un montón de ondas que caen y se expanden y se mezclan entre sí ininterrumpidamente, es más bien una tormenta sin meteorólogo. Pero quisiera usar esta metáfora para explicar que a la Yaya la quisimos mucho desde el principio y que la seguiremos queriendo para siempre. Que por ser ella la piedra, nosotros somos la onda. Que sus hijas son nuestras madres y que a ella, como a ellas, les debemos, al menos, la mitad de lo que somos. Y quisiera también aprovechar este momento para decir gracias madres y tías y gracias tíos, gracias Carmen, gracias Mariví, gracias Mamá, gracias Lourdes y Víctor y Joaquin y Papá. Gracias, de verdad. Gracias por la dedicación, la delicadeza y el tesón con el que habéis cuidado a la Yaya todos estos últimos años. Sois un ejemplo de gratitud y amor. Una piedra, otra más, cuyas ondas son fuertes y brillantes. Como el pelo blanco de la Yaya.
Yaya, te queremos.
Familia, us estimem.”
Lope Serrano Sol.